Exilio
No íbamos a ninguna parte.
El sol nos ignoraba,
la ciudad nos ignoraba.
Las calles de esa ciudad también nos ignoraban
y nosotros ignorábamos las calles en que andábamos.
La ciudad tenía adentro de ella un río
que mirábamos pasar absortos
una y otra vez
asomados a puentes que cuando abandonábamos
ya no podíamos imaginar.
Yo cantaba a voz en cuello en los pasillos del subterráneo
por mayor gloria de dios y por monedas.
Vos bailabas en las puntas de los pies de un sueño,
cerrabas los ojos
y entonces ya nadie podía verte
y eras hermosa como ninguna.
Siempre llovía,
siempre llovía y llegábamos tarde a todos lados.
Y nos despertábamos también tarde
confiando en abrir los ojos
en la penumbra de nuestra casa.
El cerrito
Detrás de un cerrito
los muertos
fueron despenados
muertos y enterrados
y sus ánimas flotan
en la noche fría
constelaciones flotantes
como banderas
vistas por un burro austral
rumiando pasto.
Una estrella federal
y fugaz
florece al fondo
de la casa
y en el frente un aljibe esconde
otro brillo que asusta.
Te mirás en el fondo
sentada al borde con tus cabellos
desparramados así
como una lluvia
bendita caminando por el cerrito
rumbo al camposanto secreto
como dedos de agua
llevando la bendición
a los que fueron.
Duérmete cándida y alejada.
Duérmete y velando
sea yo quien te vea.
La poesía era un bello país
Jorge Ricardo Aulicino
No recuerdas los clásicos
confundes las vanguardias
si por ti fuera la poesía
sería errar
en un mundo increíble
a merced del aliento
de la belleza
La palabra
dices
la palabra
muda
el sentido
con felicidad
Así sea
tu gracia
Billinghurst y Juncal
La música se ha detenido en la otra habitación.
Los bailarines que despreciamos se han quedado quietos.
Podemos oír un murmullo de conversaciones,
un crujir de sillas y tintineo de copas.
Contenemos la respiración bajo los abrigos.
Tal vez nos echen en falta, tal vez nos busquen.
Bajo una montaña hecha con la ropa de los invitados
tratamos de distinguir nuestros ojos.
Bizqueamos para ver qué hay en lo profundo de cada uno de ellos.
Nada es certero.
Tu aliento es dulce y me alcanza cuando susurras.
“¿Pueden oírnos?”, creo que dices.
Te digo que no, y mis labios quedan
muy cerca de tu oreja.
Tus rodillas puntiagudas contra mi cuerpo,
mis manos en un hueco entre los dos, con dedos viajeros.
El aliento de la eternidad dándonos de beber
en una cama
una noche de agosto del siglo pasado
cuando tu nombre
no se había transformado todavía
en música fatal.
de Miguel Gaya, poeta argentino
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