Reflexión n° 1
Observo que lo que me hace escribir son, por lo general, ciertos
centellazos de la conciencia. En un primer instante, surgen más que nada frases
a modo de aforismos. A veces resumo las ideas que me removieron al abordar un
texto que trata justamente de los temas que siempre están ahí, como fantasmas a
la espera de un conjuro. Raras veces surge de primera mano un poema. La poesía
no es un acto catártico, no le veo ese costado vomitivo o farmacológico. Exige
cierta constancia de ingeniería después de haber recibido en bruto una serie de
observaciones que responden a un conjunto de obsesiones ya
instaladas. Me atrevería a decir, incluso, que el poema, en cuanto
tipología textual, manifiesta un proceso de decantación. Es el famoso
“pelícano” de los alquimistas, el alambique que
permite la circulación de los elementos hasta llegar a la obtención de la
piedra filosofal.
Reflexión n° 2
En la Antigua Grecia, así como en las culturas originarias de
todo tiempo y lugar, la poesía estaba ligada a una focalización del hombre como
intermediario de lo divino. Su arte era un ejercicio de chamanismo, su canto un
acto de mediumnidad. Con algunas variantes más acordes al dogma, tal postura
persistió en la Edad Media católica. Pero a partir del Renacimiento, la
creciente laicización de la cultura occidental nos fue derivando a otras
parusías. Ya no la presentificación de una divinidad que baila y celebra en
tiempos de cosecha y cacería, ya no la sabiduría de un Dios o un Cristo que
instaura el orden de un cosmos creado a imagen y semejanza en la tierra. El
poeta tanteó los nuevos paradigmas del conocimiento o se hizo portavoz de
nuevos idearios sociales. Sobre esto último, los siglos XIX y XX
fueron bastante prolíficos en poetas ligados a algún ideario por el que muchas
veces se terminarían inmolando.
En lo personal, creo que el escritor ya
cumple un rol social en el momento que decide escribir. Y escribir desde lo
sublime. Advertía Kant que lo sublime es lo excesivo: transgrede,
rebasa nuestra capacidad de aprehensión, nos remonta a magnitudes
inimaginables. Y el gesto del escritor que escribe devorado por sus demonios es
sublime porque carecemos de un formato que nos permita domesticarlo, porque
sólo podemos leerlo defectuosa, parcialmente. Esa monstruosidad es lo que nos
hace trascender. Y esta trascendencia es la del mundo que adviene, ése que está
proyectando su sombra antes de haber llegado.
Reflexión n° 3
El acto de escribir no busca
interlocutores. Simplemente se suelta, como el agua de una represa rota. El que
tenga brazo pa nadar, que nade. El que tenga oído para oír, que escuche. Borges
no contaba con (ni pensó en) un público mayoritario cuando hizo esa obra
maestra que es “El Aleph”. Tampoco lo pensó Girondo, Artaud, Marosa di Giorgio;
mucho menos Ezra Pound o ese otro loco genial de un solo libro que fue Santiago
Davobe. Pero si hay quien pretende hacer de su vida una emulación de Poldy Bird
o Paulo Coelho, Dios sabrá ser generoso. El diablo también.
La mercantilización estética no es nueva. La historia (o las historias)
de las letras están llenas de ejemplos atroces. Más aun cuando el ejercicio del
criterio deviene pose, dando la impresión de que para ser un buen lector o un
buen escritor se requiere tener la titulación de alguna universidad, si nos
dejamos guiar -a modo de ejemplo- por ese lobby descarado que es la revista Ñ.
Mencioné la palabra “pose”, raíz etimológica de la palabra “im-postor”. Los
diarios y los suplementos pasan por la octava plaga de Egipto, que ya no es la
invasión de las langostas sino de los impostores. Y esos son los que han hecho
de la literatura el ascenso de la insignificancia. Así que lo mejor que se
puede hacer es seguir de largo, escribiendo inclinados sobre la mesa o la pc,
sin importar si el apocalipsis está o no a la puerta de nuestra casa.
Reflexión n° 4
Reflexión n° 4
En uno de sus escasas declaraciones, Gianuzzi decía que en el
poema importa más lo que no se dice, “roer el hueso de la palabra”. Sí, estoy
de acuerdo. Hasta en la arborescencia de una escritura barroca, lo que no se
dice, lo indecible, está presente en el interior del lenguaje como un virus
latente en una célula, mutando su ADN. Lo indecible no es la incompletud. Es
más cercano a la experiencia que a la palabra. ¿Pero cómo decir lo que suele
escapar a la representación? Si me arriesgo a ser un consecuente total con la
afirmación de Gianuzzi, aquel que habla o escribe siempre será un
esquizofrénico en relación a sus palabras. Las vertientes de la realidad
desbordan por todos lados ante el fascismo inherente de la gramática, su régimen
de visibilidad y enunciación que no permite la existencia de una zona de
umbrales. La poesía toma a la gramática por asalto, la pervierte, y crea en su
seno la verbalización paradójica del silencio. Que no es el silencio de los
cementerios, sino de lo que está allí, manifestándose por debajo de la
superficie de las cosas.
Martín Palacio Gamboa, 1977, Montevideo, Uruguay, poeta, profesor de Literatura, traductor y músico. Reside en Argentina.
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