"El pensamiento claro no nos basta, nos da un mundo usado hasta el agotamiento. Lo que es claro es lo que nos es inmediatamente accesible, pero lo inmediatamente accesible es la simple apariencia de la vida." antonin artaud.

domingo, 29 de abril de 2012

sobre la escritura y los riesgos de no siempre poder cortar con el ombligo‏... de martín palacio gamboa






Reflexión n° 1

Observo que lo que me hace escribir son, por lo general, ciertos centellazos de la conciencia. En un primer instante, surgen más que nada frases a modo de aforismos. A veces resumo las ideas que me removieron al abordar un texto que trata justamente de los temas que siempre están ahí, como fantasmas a la espera de un conjuro. Raras veces surge de primera mano un poema. La poesía no es un acto catártico, no le veo ese costado vomitivo o farmacológico. Exige cierta constancia de ingeniería después de haber recibido en bruto una serie de observaciones que responden a un conjunto de obsesiones ya instaladas.  Me atrevería a decir, incluso, que el poema, en cuanto tipología textual, manifiesta un proceso de decantación. Es el famoso “pelícano” de los alquimistas, el alambique que permite la circulación de los elementos hasta llegar a la obtención de la piedra filosofal.

Reflexión n° 2
En la Antigua Grecia, así como en las culturas originarias de todo tiempo y lugar, la poesía estaba ligada a una focalización del hombre como intermediario de lo divino. Su arte era un ejercicio de chamanismo, su canto un acto de mediumnidad. Con algunas variantes más acordes al dogma, tal postura persistió en la Edad Media católica. Pero a partir del Renacimiento, la creciente laicización de la cultura occidental nos fue derivando a otras parusías. Ya no la presentificación de una divinidad que baila y celebra en tiempos de cosecha y cacería, ya no la sabiduría de un Dios o un Cristo que instaura el orden de un cosmos creado a imagen y semejanza en la tierra. El poeta tanteó los nuevos paradigmas del conocimiento o se hizo portavoz de nuevos idearios sociales.  Sobre esto último, los siglos XIX y XX fueron bastante prolíficos en poetas ligados a algún ideario por el que muchas veces se terminarían inmolando.
En lo personal, creo que el escritor ya cumple un rol social en el momento que decide escribir. Y escribir desde lo sublime.  Advertía Kant que lo sublime es lo excesivo: transgrede, rebasa nuestra capacidad de aprehensión, nos remonta a magnitudes inimaginables. Y el gesto del escritor que escribe devorado por sus demonios es sublime porque carecemos de un formato que nos permita domesticarlo, porque sólo podemos leerlo defectuosa, parcialmente. Esa monstruosidad es lo que nos hace trascender. Y esta trascendencia es la del mundo que adviene, ése que está proyectando su sombra antes de haber llegado.


Reflexión n° 3

El acto de escribir no busca interlocutores. Simplemente se suelta, como el agua de una represa rota. El que tenga brazo pa nadar, que nade. El que tenga oído para oír, que escuche. Borges no contaba con (ni pensó en) un público mayoritario cuando hizo esa obra maestra que es “El Aleph”. Tampoco lo pensó Girondo, Artaud, Marosa di Giorgio; mucho menos Ezra Pound o ese otro loco genial de un solo libro que fue Santiago Davobe. Pero si hay quien pretende hacer de su vida una emulación de Poldy Bird o Paulo Coelho, Dios sabrá ser generoso. El diablo también.

La mercantilización estética no es nueva. La historia (o las historias) de las letras están llenas de ejemplos atroces. Más aun cuando el ejercicio del criterio deviene pose, dando la impresión de que para ser un buen lector o un buen escritor se requiere tener la titulación de alguna universidad, si nos dejamos guiar -a modo de ejemplo- por ese lobby descarado que es la revista Ñ. Mencioné la palabra “pose”, raíz etimológica de la palabra “im-postor”. Los diarios y los suplementos pasan por la octava plaga de Egipto, que ya no es la invasión de las langostas sino de los impostores. Y esos son los que han hecho de la literatura el ascenso de la insignificancia. Así que lo mejor que se puede hacer es seguir de largo, escribiendo inclinados sobre la mesa o la pc, sin importar si el apocalipsis está o no a la puerta de nuestra casa.






Reflexión n° 4

En uno de sus escasas declaraciones, Gianuzzi decía que en el poema importa más lo que no se dice, “roer el hueso de la palabra”. Sí, estoy de acuerdo. Hasta en la arborescencia de una escritura barroca, lo que no se dice, lo indecible, está presente en el interior del lenguaje como un virus latente en una célula, mutando su ADN. Lo indecible no es la incompletud. Es más cercano a la experiencia que a la palabra. ¿Pero cómo decir lo que suele escapar a la representación? Si me arriesgo a ser un consecuente total con la afirmación de Gianuzzi, aquel que habla o escribe siempre será un esquizofrénico en relación a sus palabras. Las vertientes de la realidad desbordan por todos lados ante el fascismo inherente de la gramática, su régimen de visibilidad y enunciación que no permite la existencia de una zona de umbrales. La poesía toma a la gramática por asalto, la pervierte, y crea en su seno la verbalización paradójica del silencio. Que no es el silencio de los cementerios, sino de lo que está allí, manifestándose por debajo de la superficie de las cosas.


Martín Palacio Gamboa, 1977, Montevideo, Uruguay, poeta, profesor de Literatura, traductor y músico. Reside en Argentina.


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