La causa de los locos
Uno de los legados más duros, de las marcas más profundas del
iluminismo moderno en nuestras mentes es la creencia y la sobrevaloración cuasi
religiosas en la razón humana. Desde esa base se nos aparece como lo más
extraño la falta de razón, la enfermedad mental, la discapacidad mental. El
"loco", el "tonto" asustan porque es frustrante para
nosotros comunicarnos con ellos, porque su comportamiento no se puede predecir
(como si el de los "cuerdos" se pudiera...) La locura y la discapacidad
mental nos enfrenta al límite de nuestra propia racionalidad, y eso asusta:
están demasiado lejos o demasiado cerca de nosotros de lo que podemos tolerar.
Entonces levantamos barreras: la idea del loco peligroso y la idea de escisión
radical entre locura y cordura.
Aún hoy cuando se habla de desmanicomialización o aún ante el riesgo de
cierre del Borda muchas personas piensan en el “peligro” que supone que “esa
gente” esté en la calle, pero no para ellos, sino para “nosotros”, los
“normales”.
Harta de producciones hollywoodenses sobre asesinos psicópatas con
doble personalidad le dije a alguien una vez, a la salida del cine “prefiero
las películas de fantasmas”, a lo cual esa persona (quien era, justamente,
psicóloga y psiquiatra) me dijo: “¿Qué, vos creés en fantasmas?” y yo le
respondí: “¿Y qué, vos creés en los asesinos psicópatas con doble
personalidad?”. Silencio en la sala.
Aunque la modernidad se ha
encargado de diferenciar “locura” de
“maldad” y definir para cada cual un destino diverso (para los “locos”, el
tratamiento; para los “malos”, la punición), las explicaciones causales y los
efectos de los etiquetamientos continúan confundidos: quien delinque ingresa en
una red científico-burocrática que intentará mostrar, como prueba de su culpa,
el “trastorno” del que padece, causa última de su accionar. Cualquier acto o
palabra se constituyen, a partir de allí, en prueba de culpa y demostración de
anormalidad. El sentido común repite esto hasta el cansancio, sobre todo ante
crímenes horrorosos: quien es malvado es enfermo, sin aclarar muy bien si debe
asumirse o no que la afirmación inversa también es verdadera.
Algo no muy distinto ocurre con el “loco”, el cual pierde
inmediatamente, por su condición de tal, el estatuto de ciudadano y aún el de
“persona” y cualquier palabra o acto suyo no hará sino demostrar su condición
de enfermo. El enfermo mental, a diferencia del enfermo físico, queda sometido
en forma total al poder decisional de otros, es el objeto de un poder absoluto.
En su famoso estudio del año 1972, publicado en la revista Science bajo
el título: “Sobre estar sano en un medio enfermo”, Rosenhan demostró cómo ocho
“falsos pacientes” fueron “plantados” en diversos centros de salud mental sin
ser detectados por los profesionales que allí trabajaban. Sólo fue detectado
uno, los otros siete relataron (incluso algunos tomaron nota frente al personal
de los institutos sin que esto pareciera sospechoso) situaciones de maltrato,
despersonalización y patologización: todo lo que decían parecía “demostrar” su
locura para sus captores… quise decir: “cuidadores”.
Terminado el experimento, los falsos pacientes fueron dados de alta
como “esquizofrénicos en remisión”. Jamás se reconoció el engaño y que esas
personas jamás padecieron dicho trastorno. En una segunda prueba utilizada como
control, los profesionales de la salud (psicólogos, psiquiatras y enfermeros)
ya conocían el primer experimento y detectaron 41 falsos pacientes cuando el
equipo de Rosenhan había introducido… ninguno.
También al loco se lo encierra, pero a diferencia del criminal, por
tiempo indeterminado. Su egreso depende también de un poder externo: el poder
psiquiátrico. Se lo encierra por su presunta “peligrosidad para sí y para
terceros” y demostrar que ya no se es peligroso debe ser bastante complicado…
Delito y locura siguen siendo conceptualizadas como dos caras de una misma
moneda. El criminal es loco; el loco, potencial criminal.
El “loco” es el peligro, no quien lo padece. Franklin Guarachi
Tola, Leandro Muñoz y David Díaz estaban encerrados en las celdas acolchadas y
sin ventilación en las que los pusieron para cuidarlos del “peligro para sí y
para terceros” que suponían según los psiquiatras responsables de su
internación. Ambos fallecieron en incendios desatados en un Hospital Borda que
se cae a pedazos, literalmente. Ellos representan apenas los tres ejemplos
menos afortunados de la sistemática violación a los derechos humanos de los
internos e internas en centros de “salud” mental. Nadie reclama por ellos. No
son Mariano o Cristian Ferreyra, no son Adrián Rodríguez, Jeremías Trasante y
Claudio Suárez; no son Candela Rodriguez; no son la familia Pomar; no son
Cassandre Bouvier y Houria Moummi; no son Celestina Jara y Lila Coyipe: ni la
muerte los sacó de su anonimato. A lo sumo los nombraron para echar tierra
sobre el Gobierno de la Ciudad
resepcto de la situación del Borda o para reclamar la implementación de la Ley de Salud Mental que viene
llegando ya hace años con su paso tan audaz.
Un caso aparte es el de Matías Carbonell (quien según mi hipótesis,
sufrió tortura seguida de muerte por denunciar los maltratos que padecen los
internos del Borda), sobre quien escribiré una nota en extenso en otro momento…
Si el loco es peligroso y el
peligroso es loco, es fácil diferenciarlos a “ellos” de “nosotros”: “ellos” son
los malos y nosotros, los “buenos”. Lo que les acontece a ellos, tan lejanos,
no me concierne. Parte de la literatura especializada no hace sino reforzar
esta idea: “no se vuelve loco el que quiere, sino el que puede”, le dicen los
psicólogos a sus pacientes angustiados con una palmadita en el hombro: el muro
entre una “estructura” psicopatológica y otra (porque todas las “estructuras”
psíquicas son, para algunas teorías, patológicas) es de concreto. Algunos se
rinden ante la evidencia de que hay rajaduras en el muro y proponen la
existencia de casos límites y mixtos.
Otros proponen directamente cortar por lo sano: no hay estructuras, no
hay enfermedades, hay “sindromes” (conjunto de síntomas) que constituyen
trastornos de carácter temporal (uno de los criterios diagnósticos propuestos
por el DSM es el tiempo de padecimiento de los síntomas) Pero no estamos ante
la aurora de la superación de la radical diferenciación entre “locura” y
“normalidad” y el consecuente fin de la discriminación y la segregación social.
Por el contrario, estamos en la cumbre de la empresa biopolítica moderna: la
psicopatologización de la vida cotidiana.
No se trata de que, dado que no existen enfermedades, entonces no hay
sanos ni hay enfermos sino diversas formas de ver, de ser, de pensar. Al
contrario: no hay enfermedades sino diversas formas de patologías y mayores o
menores grados de las mismas. No se trata de que “el loco” peligroso,
incomprensible, no existe, sino de que todos estamos, en algún punto, enfermos.
No se trata de la abolición de la norma, sino de una norma cada vez más
excluyente.
¿Pero, entonces, por qué esto es una “barrera” ante el horror de la
locura, si estamos “en un mismo lodo, todos manoseaos”? Porque la barrera se ha
vuelto moral: loco es el que está loco y jode; “cuerdo” es el loco lindo, el
que puede continuar amando y trabajando, como dijera Freud. Cuerdo es el loco
controlado. Cuerdo es el loco productivo. Y son las prácticas “psi”, el saber
psiquiátrico y la industria farmacológica los encargados de brindarnos las
herramientas para mantenernos en este lado o traernos de vuelta del lado
oscuro. La psiquiatría no sólo no perdió poder sobre los manicomios sino que,
de la mano -o más bien "a remolque"- de los avances en psicofarmacología,
ganó poder sobre los otros espacios: se manicomializó el mundo.
Ya dijo Foucault hace muchos
años que la locura no es un fenómeno natural sino el producto de una
construcción sociohistórica, el producto de la regulación de la diversidad humana;
podemos agregar que también la discapacidad lo es. Y sin embargo sigue siendo
algo de lo que no queremos siquiera hablar, porque, a diferencia de la
criminalidad, no lo reconocemos como tal, sino que lo conceptualizamos aún como
un dato de la naturaleza. Sentimos que no hay a quien reclamar por ello. La
locura existe y punto. A algunos les tocó. Mala suerte.
Hablamos de la igualdad entre hombres y mujeres; hablamos de racismo y
etnocentrismo; hablamos de adultocentrismo y empezamos a reconocer a los niños como sujetos de derecho; hablamos
de lucha de clases; poco a poco vamos perdiéndole el miedo y aprendiendo a
valorar la vejez como etapa de la vida; pero nos negamos a hablar de locura, de
nuestra fectichización de La razón, de
una única forma de “razón”.
En un mundo en el cual va creciendo –afortunadamente- una ciudadanía
movilizada por la integración de las personas con discapacidades motoras; por el trato humanitario en las cárceles; por
el derecho al aborto, la planificación familiar y la salud reproductiva; contra
la violencia de género y el maltrato animal; por el respeto a la diversidad
sexual y los derechos de los pueblos originarios. Un mundo en el que se ha
vuelto común – y con razón- poner en tela de juicio muchas de las instituciones
de la modernidad (escuelas y universidades, Estado, cárcel, iglesia, familia,
medios de comunicación) no deja de llamar la atención la relativa falta de
interés por la situación de las personas recluidas en instituciones de salud
mental y la existencia misma de estas instituciones, sus métodos y finalidades.
Esto puede explicarse por una cuestión de desconocimiento y de agenda
de los medios; pero los intereses de personas no reflejan pasivamente lo que
los medios le ofrecen sino que hacen que los temas “prendan” o no según un
interés general asociado al “espíritu” de cada época histórica. En nuestra
época, respecto de este tema, el espíritu iluminista sigue haciéndonos de punto
ciego: la causa de los locos no suscita nuestra solidaridad porque el problema
de “ellos” no es “nuestro” problema, estamos en mundos distintos, aunque sea
por una diferencia de grados. La libertad de los locos no es nuestra causa sino
más bien nuestro temor, algo que sacudiría uno de los más fimes basamentos de
nuestra realidad: la tranquilizante definición de normalidad, de salud, de
racionalidad que nos permite sentirnos tranquilos y cuerdos en nuestra
psicopatología de la vida cotidiana.
Lic. ANA V. PEREIRA (psicóloga).
Imagen que acompaña el texto de Claudia Rogge.
Imagen que acompaña el texto de Claudia Rogge.
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