"El pensamiento claro no nos basta, nos da un mundo usado hasta el agotamiento. Lo que es claro es lo que nos es inmediatamente accesible, pero lo inmediatamente accesible es la simple apariencia de la vida." antonin artaud.

sábado, 11 de septiembre de 2010

la Woolf, escritora y feminista


extraido de la nota de Moira Soto, Las doce, Página 12, viernes 10 de setiembre de 2010



Poco antes de suicidarse el 28 de marzo de 1941 –piedras pesadas en sus bolsillos para dejarse llevar por el río Ouse–, Virginia Woolf había dado por terminado el original de su última novela, Entre actos, donde el acontecimiento central es la representación de una obra teatral en la que participan actores y espectadores, que condensa magistralmente la historia de Inglaterra bajo el signo patriarcal, desde la Edad Media hasta la inminente Segunda Guerra. Personajes que sueñan con pasados diferentes, vanidades que prosperan en un mundo de apariencias, retrato paródico del hogar perfecto, rumores en segundo plano del avance fascista y de la amenaza de guerra, la razón y la locura diciendo lo suyo...
Doce años antes, en 1923, Virginia había escrito la primera versión de una obra teatral, Freshwater, que luego reescribiría en 1935, para representarla con amigos y amigas. Pieza muy raramente llevada a escena que acaba de estrenar en Buenos Aires la joven (28) directora (también dramaturgista, actriz, cantante) María Emilia Franchignoni, quien señala que “en su Diario hay una entrada, después de haber escrito Freshwater, donde Virginia dice que está pensando en otra pieza de teatro. Pero sólo tenemos esta única obra que desorienta y divide a los críticos”. No es para menos: la irreverencia, el desacato y el humor desaforado con que zarandea a instituciones patriarcales que afectan a la vida cotidiana, la cultura, la política, resultan –en el mejor sentido– francamente chocantes.
“Todos los secretos del alma de un autor, todas sus experiencias, la calidad de su espíritu están grabados en su obra”, escribía VW en Orlando (1928), la magnífica celebración de su amante de los años ’20, Vita SackvilleWest: la más larga carta de amor de la literatura, según Borges. Y un repaso somero a la obra de esta inmensa escritora que marcó el siglo XX con sus hallazgos y rupturas, pone de manifiesto su integridad como novelista y ensayista. En sus ficciones, artículos, cartas, diarios, además del esplendor de su escritura, se perfila un ideario que se va decantando y que quizás encuentra su máxima expresión en Tres guineas (1938). Suerte de manifiesto apasionado donde la escritora que previamente había imaginado la biografía de un perro, contada por el propio perro, Flush (1933), vibrando en cada línea, plasma su protesta subversiva –que entraña una propuesta utópica– contra toda forma de patriarcalismo, en la familia, el trabajo, la educación, la política... En este libro planta conceptos revolucionarios, osa decir que como mujer no tiene país. Más aún, que no lo quiere, que su país es el mundo. Yendo más lejos que en Un cuarto propio (1922), asume la defensa de las mujeres y con indignación justiciera pasa revista a las opresiones en todos los campos a través de los siglos. Con extrema lucidez, deduce que el fascismo proviene del machismo. Y no pierde ocasión de reírse desprejuiciadamente de medallas, uniformes y condecoraciones, de togas y pelucas, detrás de las cuales advierte el deseo de violencia y destrucción que motoriza las guerras.
Virginia Stephen había nacido el 25 de enero de 1882, hija del historiador y crítico victoriano Leslie Stephen y de la bellísima Julia Duckworth, ángel del hogar tiempo completo que inspiraría la novela Al faro (1927). Ambos cónyuges eran viudos al momento de casarse y aportaron sus respectivos hijos a la nueva unión. De modo que la angosta casa de siete pisos, con el curso de los años, llegó a estar habitada por diez hijos e hijas, siete criadas y desde luego, padre Stephen y madre Julia. Aunque la infancia de Virginia tuvo momentos felices, particularmente durante los veraneos en Cornualles, fue en esta etapa, siendo una niña de 5 o 6 años, cuando sufrió los primeros abusos por parte de su medio hermano. A los trece, el dolor desgarrador provocado por la muerte de su madre, tan virtuosa como distante, la llevó a intentar arrojarse por la ventana. La educación de Virginia y su hermana Vanesa quedó en manos del autoritario padre, un aprendizaje muy ligado a la literatura que –sumado a la libertad de incursionar en la biblioteca– pesaría en su futuro como lectora y escritora. Después de la muerte de Leslie Stephen en 1904, otro golpe muy duro para la sensitiva joven, los cuatro hermanos –Virginia, Vanesa, Thoby (el favorito que morirá a los 25) y Adrian– se mudaron al barrio Bloomsbury, considerado dudoso por la buena sociedad, en el 46 de Gordon Square. La casa se convirtió en lugar de reunión de intelectuales y artistas dispuestos a romper límites, entre los cuales, Lytton Strachey, Roger Fry, E. M. Forster, Maynard Keynes. También visitado por Katherine Mansfield y Dora Carrington.
En 1912, Virginia se casa con Leonard Woolf, “judío sin un centavo”, un hombre que supo apreciar cabalmente su extraordinario talento y que se convirtió en una especie de cuidador a veces obsesivo de su esposa, asaltada cíclicamente por crisis depresivas desde la adolescencia. Un matrimonio singular, sobre cuya intimidad no existen precisiones, sólo conjeturas: para algunos, una asociación fraternal, para otros una relación cariñosa e incluso juguetona, que no excluía el erotismo. Lo cierto es que Leonard aceptó el intenso y duradero romance entre Virginia y la hermosa poeta Vita Sackville-West. Aunque, todo hay que decirlo, desaprobó el enamoramiento (fugaz) de Virginia a los 48, prendada de Ethel Smyth, compositora de 72 a la sazón. Pero no por razones moralizantes sino porque esta extravagante dama no le caía nada bien. El matrimonio Stephen-Woolf fundó la editorial Hogarth, donde se publicaron obras de T. S. Eliot, Freud, Mansfield y de la propia Virginia.
Genio femenino hoy indiscutido, VW se interesó vivamente por escribir como una mujer, por apartarse en sus búsquedas del patrón literario masculino, tanto en lo formal como en lo conceptual. Aunque sí establece un corte tajante: consideraba nefasta la idea de ser puramente hombre o puramente mujer. Creía, más flexiblemente, en la enriquecedora posibilidad de ser masculinamente femenina o femeninamente masculino.

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